Sin categoría

Verde ayer

Cuando era pequeña, solía calcar con un lápiz cualquier dibujo que se le antojara. De papel a papel. Simplemente debía repasar fuerte la silueta de la imagen elegida —con su mejor carboncillo, eso sí— para después garabatear su reverso sobre una hoja en blanco. Al separar una hoja de otra, quedaba constancia de una sombra tenue a punto de convertirse en la mejor obra de arte infantil de la historia.

            —Te pareces mucho a alguien que conozco, moza.

            —Que tengas dulces sueños, Teresa. Seguro que te viene el nombre enseguida, no te preocupes.

            Las gotas de lluvia titilaban tímidas sobre el cristal antes de darse por vencidas y resbalar sin control alguno en busca unas de otras. La luz de una farola pretérita le daba el aire de ensoñación perfecto a un dormitorio ocupado por muebles y enseres cuyos nombres habían sido olvidados en un lugar de difícil acceso.

            A los pies de la cama, una cálida manta de croché daba abrigo a aquella que entrelazó sus hilos tiempo atrás. «Es importante pensar qué colores vas a unir: algunos se llevan bien y, otros, no tanto. Date cuenta de que tienes que visualizar el resultado final, porque, en ese momento, ya no hay vuelta atrás».

            La técnica del calco la condujo a sentir curiosidad por creaciones genuinas y comenzó a adentrarse en un mundo de colores y texturas aún por explorar. En la adolescencia ya era capaz de traspasar a un lienzo retratos fidedignos de amistades y familiares que accedían a prestarse como modelos a cambio de una grata conversación y una taza de té.

            Pronto descubrió que el mundo del paisajismo le otorgaba la posibilidad de expresar sentimientos a los que no encontraba palabras exactas, y conoció azules desarraigados que podían albergar tonos resplandecientes según la luz; naranjas pizpiretas que susurraban en un amanecer; verdes que anhelaban ser plateados en un mar del Sur; marrones tímidos que necesitaban del corinto para evolucionar y violetas que salpicaban tintes jacintos. Junto a esta paleta de colores alcanzó la edad adulta.

            —Buenos días, Teresa —le despertó Pilar mientras le subía la persiana—. Hoy vamos a hacer el ejercicio fuera, hace un día maravilloso.

            Teresa miró por la ventana y reconoció enseguida la luminosidad tras una noche de lluvia.

            Las faldas largas siempre habían sido un acierto, así que decidió combinar una de colores otoñales con un jersey de cuello vuelto rosa maquillaje. «Tienes que intentar que los colores que elijas den dirección a tu día a día. Si te vistes con un gris perla o un marrón dorado, te darán la calma para un día le lectura; en cambio, el rojo te permitirá salir a la calle y conseguir todo aquello que te propongas».

            Paseaba un día tras mucho trabajo —la colección debía de ser terminada pronto para la exposición en la Galería urbana de la estación norte— cuando se cruzó con él. Por caprichos de la vida, uno de los cordones de Valentín se arrastraba desatado. «Tiene usted ese cordón suelto, tenga cuidado no vaya a ser que se tropiece». Al mirarlo a los ojos, supo que ese era el verde en el que se quería quedar. Pasearon y conversaron como dos personas que llevaban buscándose toda una vida y que por fin se encontraban. Él se dedicaba al mundo de la fotografía y le gustaba captar imágenes que, más allá de reproducir la realidad,  narraran historias. «¿Le importa si la fotografío junto al lago? Me gustaría regalársela, y así tendríamos ocasión para vernos una segunda vez.

            —Señorita, me gustaría sentarme en ese banco. Estoy cansada y me espera Valentín con una ramillete de flores silvestres recién cogidas.

            —Claro, Teresa, has hecho bastante ejercicio por hoy. No te vayas muy lejos, en ese banco cercano a la fuente estarás bien.

            Tuvieron ocasión de verse muchos días más, de regalarse sí quieros para el resto de su vidas y de crear una familia que ampliaron con Inés, Ana y Cecilia. El hogar lo adornaron de fotografías de historias y de lienzos de colores todavía por inventar.

            Era un banco de mármol antiguo con algunas grietas que parecían esculpidas desde el interior. Ambos reposabrazos, a la izquierda y a la derecha, mostraban un blanco añoso desgastado por el uso de algunos que decidieron parar las horas del reloj. La fuente se situaba a apenas tres metros y una primera y única pila con forma de hoja servía de bebedero a gorriones y mirlos que se acercaban para sorber algunas gotas antes de reanudar su marcha. Los más osados zambullían la cabeza para esparcir el agua con rápidos movimientos por su cuerpo. Al otro lado de la fuente, un camino de albero desembocaba en un bosque frondoso cercado por una valla que impedía su paso.

            Inés se dedicó a la enseñanza, mientras que Ana y Cecilia decidieron dar vida a un negocio de cáterin que, a pesar de robarles bastantes horas a la semana, las satisfacía con viajes a países remotos donde hacía calor cuando la estación en la que vivían era invernal.

            —¿Todavía sigues aquí, Teresa? Acompáñame, que los demás se están bebiendo un zumo de naranja muy rico.

            —No puedo marcharme, no quiero dejar a mi Valentín aquí, solo.

            —Vamos a hacer una cosa: me acompañas y nos hacemos con dos zumos, uno para ti y otro para él, ¿te parece?

            —Sí, claro, le encantan los zumos de naranja; si son recién exprimidas, mejor, así no pierden sus propiedades. Valentín, cariño, espérame aquí que ahora vuelvo.

            Los ahorros de toda una vida de esfuerzos les permitieron comprarse una casita en el campo. «Cuando las niñas sean mayores y se puedan valer por sí solas, nos iremos a vivir a las afueras de la ciudad. Y nos dedicaremos a hacer lo que más nos gusta: tú pintarás palabras, y yo, fotografiaré historias».

            Era una casita más bien modesta, envuelta por enredaderas variopintas que el dueño anterior había descuidado durante muchos años, y que ellos decidieron mantener. El naranjo del patio de atrás daba unas naranjas muy ricas que exprimían para los zumos matinales, y un longevo olivo regalaba sombras frescas los meses estivales. Unos matorrales de retama daban la vuelta a la casa de forma irregular compartiendo espacio con arbustos de mimosas que desprendían diferentes olores según la hora del día.

            Las niñas los visitaban a menudo, sobre todo en los días señalados. «Los estofados de papá pueden hacer los honores de los menús de grandes restaurantes», siempre era tema de conversación. Hablaban de añiles perezosos convertidos en logros, de negros acartonados que habían aprendido a no combinar más, de nuevas oportunidades para los tonos caldera, de sorprendentes gamas que llamaban rotas, y de pigmentos difuminados que intentaban descifrar.

            —Después del almuerzo vamos a proyectar una película en la sala de cine, ¿quién se quiere apuntar? —anunció Pilar.

            Muchos se alegraron con la noticia, pero otros tantos, que figuraban como meros espectadores de un escenario de cartón piedra, no supieron qué opinar.

            —¿De qué película se trata? —preguntó Teresa en un segundo de lucidez.

            —Memorias de África.

            Valentín era un tipo elegante al que le gustaba vestir en los meses frescos tejidos de panas y lanas por su condición menuda. «Es importante abrigarse bien los pies en invierno, niñas. Si los lleváis calientes, el resto del cuerpo lo estará». Coleccionaba boinas de diferentes modelos y texturas, pero su favorita era aquella verde musgo de la Sombrerería Matute que Teresa le regaló por su cuarenta cumpleaños. Teresa solía ataviarse con prendas holgadas que le permitían tanto ocuparse de sus faenas camperas como de sus quehaceres artísticos.

            En verano se sentaban a la sombra del olivo y conversaban. Charlaban de las aventuras y desventuras de las niñas, de los ingredientes de un buen estofado, de los colores de la mimosa y del olor que desprendía al cerrar los ojos.

            La sala de cine se llenó al completo. Había caras conocidas y caras que no lo eran tanto, incluso unas se convertían en otras de forma repentina. Unas sillas mullidas invitaban al disfrute de películas y documentales de animales tres veces en semana. A veces, Teresa lanzaba una risa ruidosa a descompás de alguna escena, y, a veces, le caían lágrimas por las mejillas sin recordar el motivo. A veces, se levantaba y bailaba sin parar. A veces.

            Valentín se había ido a vivir a la ciudad al apartamento de Inés. No soportaba la soledad, y la casita del campo dejó de tener sentido sin ella. Su nueva rutina se alejaba mucho de aquella, curiosa e inquieta, que tiempo atrás lo conducía a captar historias con su cámara. Agotaba las horas mirando por la ventana esperando el momento en que subiría al autobús de regreso a ella. Debía recorrer casi cincuenta y tres minutos de ida y cincuenta y tres minutos de vuelta, y el agotamiento ejercía un papel principal sin ser invitado, como un incómodo intruso que llama continuamente a la puerta de tu hogar, por lo que decidió, en consenso con las niñas, acudir un día sí y un día no. Era tan feliz y dichoso el día «sí», que la noche anterior solía soñar con celestes y amarillos, con fresas y buganvillas, con cantos de petirrojos y con historias de antepasados que sobreviven al calor de una candela.

            —Señorita, un día voy a viajar a las tierras de ese lugar.

            —Es África, Teresa, ¿quieres ir a África?

            —Sí, me gustaría pintar los colores de esos atardeceres. Son diferentes a cualquier otro que haya visto antes. ¿Dónde están mis cuadros?

            —Están en el salón, y todos los que los miran preguntan por ti. Dicen que son los paisajes más bonitos que han visto nunca.

            —Tú les dices que soy yo, ¿verdad? No vaya a ser que se piensen que ha sido otra persona. Diles que la artista soy yo.

            —Claro que sí, Teresa. ¿Quieres que vayamos a verlos?

            —Sí, señorita, vendrán personalidades muy importantes a la inauguración. ¿Estoy guapa?

            —Eres preciosa.

            Valentín dio brillo a unos zapatones de cuero burdeos acordonados que le habían regalado las niñas las navidades pasadas. Formaba parte de un ritual antes de vestirse para las ocasiones especiales: en una cajita de madera oscura guardaba un trapo arrugado por varios usos. Tres botes de cristal con tapadera de rosca dejaban intuir un interior relleno de pasta marrón, negra o burdeos. Tras impregnar el paño con su color correspondiente, pasaba a untarlo sobre el zapato. Finalizaba el ritual dando brillo con un cepillo de cerdas naturales ladeando la muñeca con sutiles toques pendulares.

            Se dirigió al armario y abrió la puerta de la izquierda, que escondía un espacio dividido por baldas con aspecto desordenado, como si un viento enfadado hubiera revuelto las prendas antes de cerrar de un portazo. Tan solo la balda superior se mostraba despejada con un único objeto: Sombrerería Matute, se podía leer con letras bordadas sobre una funda circular con cremallera.

            El autobús se retrasó dieciséis minutos.

            Los domingos se desayunaba churros. A Teresa siempre le habían encantado, y aun más ahora que su dentadura incompleta le permitía comer cuantos se le antojara, aunque el azúcar se lo tenían bastante vigilado y solo disponía de un sobre. De vez en cuando se los robaba a sus compañeros de mesa, a quienes se les olvidaba usarlo. Algún que otro domingo se le olvidaba a ella también. Algún que otro.

            Tras desayunar, salieron al jardín a hacer los ejercicios como de costumbre. Esa mañana el cielo lucía pintado con nubes de formas irregulares muy blancas, que contrastaba con su fondo. A medida que se aproximaba, una difusa silueta iba cobrando forma rectangular hasta visualizar a su llegada un edificio antiguo de varias plantas con un gran portón en su fachada.El sol se reflejaba en los cristales del autobús, y Valentín pudo echarse un último vistazo antes de bajar.

            Un camino de piedrecitas crujía a su paso antes de pisar el suelo de albero. Un grupo de personas levantaba los brazos de forma arrítmica a medida que una señorita de mediana edad los animaba. Los más atrevidos elevaban las rodillas y contorsionaban sus troncos hacia el lado contrario. Teresa descansaba en un banco.

            Se sentó junto a ella, aunque no recibiera respuesta tras su saludo. El tiempo en ese momento se había parado.

            —Señorita, ¿me permite que la fotografíe junto a la fuente? Me gustaría regalársela, y así tendríamos ocasión de vernos una segunda vez.

            Ella lo miró a los ojos, y supo que ese era el verde en el que se quería quedar.

Deja un comentario