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EL TORREÓN DE MI COLE

canicasMi cole tenía una torre a la que llamábamos «El Torreón» y, justo hoy, ha sido demolida. Igual que la calculadora sustituyó a las cuentas con llevada o la Play Station 4 a la 3, en busca de mejoras.

Hoy he sentido tristeza, nostalgia, añoranza y deseos de ser, de nuevo, la niña que fui. Son  recuerdos de infancia que nunca podrán ser demolidos ni por la más moderna de las máquinas demoledoras KH203 de la NASA, fabricadas con kryptonita. Ahí están, ahora, sepultados por esas piedras sabias —por cierto, robé una y me la traje a casa— mis representaciones de fin de curso, disfrazada de los colores más obsoletos del mundo; el descubrimiento de una voz nueva, oída por primera vez tras un micrófono, que anunciaba la llegada de unos compañeros nerviosos; los birretes de nuestra graduación,  siempre torcidos hacia el lado contrario y lanzados al aire con deseos vaporosos (todos los que cupieran hasta llegar el suelo); los frenazos en seco para que no nos vieran pasar corriendo a través de los cristales de las oficinas; la pecera con los peces de milyuncolores que nos hacían olvidar la riña que nos esperaba; el sofá verde de ocasiones especiales; el despacho de don Antonio por el que —gracias— pasamos todos; la biblioteca con olor a Gran Bretaña; el ruido de la fotocopiadora, de la que intentábamos —de reojo— extraer toda la información posible porque, por supuesto, siempre eran nuestros los exámenes  que estaban siendo imprimidos; los innumerables trofeos del amor al deporte; la chimenea que nos recordaba que aquel era nuestro hogar e infinitos recuerdos más que muchos niños felices compartimos.

Esos instantes continuarán estando allí, exactamente donde los dejé, porque mi cole de la infancia vendrá siempre conmigo.

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